Submitted by jorge on Tue, 14/09/2010 - 08:31
Y Robustiano no quería acabar como su hermano y un antiguo socio, ambos fiambres. Su hermano del alma, Ilde, y su compañero de armas, Jatillo, habían muerto en accidentes de tráfico que nadie supo pero que todos imaginaban. Y él presentía que sus vidas, la de su familia y la suya, pendían de una soga que en breve se ceñiría sobre sus gaznates.
Pero lo que de verdad impulsó al Boss a salir por patas fue la repentina muerte de su abogado, confidente, testaferro, socio, marrullero, Roque y su esposa, de un par de tiros certeros en el cráneo. Decenas de negocios se esfumaron con su muerte como conejo en chistera de mago; las empresas y las cuentas se bloquearon al perderse para siempre la firma autorizada, y todo quedó en un sancocho que ni el propio Robus discernía.
Tuvo que recalar en unos de sus apartamentos zuleros, para proveerse de efectivo en cantidades de a muchos ceros antes de coger a Paz y al niño y escabullirse con pasaportes de desahuciados, allende los mares y han se sabe dónde.
Aparecieron semanas después por la ciudad de Sao Paulo, en Brasil, urbe inmensa donde las haya y donde pasarían desapercibidos a pesar de la pata coja que ostentaba el Robus. Pero no solo se evadieron a dicha ciudad por lo descomunal de sus barrios y sus millares de habitantes, sino porque uno de sus proveedores del polvo blanco de siempre residía ahí. Y fueron invitados de mil amores, sabedor el carioca que al español y a pesar de su aparente debacle, no le faltaban recursos y que volvería a renacer como el Ave Fenix que era. Joao Figuereido, así llamado su contacto y amigo, era propietario, entre otros, de un hotel, curioso lugar.