Paz, en una pieza contigua a la de la colombiana, se comía la cabeza, además de tocársela en reiteradas ocasiones en el lugar donde le atizaron el culatazo, pensando en la vorágine de hechos acaecidos en las últimas horas. La española, al igual que su amiga, contaba en su pieza con una pequeña ventana que le permitía de manera borrosa ver la noche exterior. Sin embargo, solo alcanzaba a divisar un sinnúmero de pequeñas casuchas semi colgadas del reborde del cerro. Y de soslayo y apretando su cara contra el resquicio del marco metálico del ventano, pudo divisar un vasto mosaico de lucecillas al fondo de un valle.
Pero adónde coño nos han traído, pensaba la española para sí, y quienes serán estos cabrones que nos han secuestrado. Estoy acojonada…, y quién sabe qué harán con nosotras. Estos colombianos tienen fama de no andarse con chiquitas y por menos de nada te pegan cuatro tiros y au. Y mi pobre hijo, qué cara pondrá cuando se levante y no me vea, y Robus… Joder, y todo por andar tonteando con un mierdecilla que no le llega al Robus ni a la suela del zapato…, joder, joder, qué hago, estoy asustada, acojonada.
Todas esta reflexiones se inmiscuían en los pensamientos de Paz, que atormentada por su errónea decisión, no dejaba de dar vueltas a sus cavilaciones y a su cuerpo, recorriendo los escasos metros de la pieza como tigra de zoológico. De repente, se paró en seco, se acercó a una de las paredes y comenzó a golpearla suavemente con los nudillos. El estruendo de voces, cristales y hierros que provenían del salón contiguo a la habitación, apagaban con creces el repiqueteo de nudillos. Cuando después de varios intentos no obtuvo respuesta en una de ellas, se volvió hacia la pared opuesta, la única que quedaba por probar, dado que la izquierda daba al exterior y la contigua, al salón rebullero. Lo intentó en reiteradas ocasiones, adhiriendo la oreja a la cal desvencijada a fin de captar algún sonido.