Al observar lo que le ocurría a su compañera de andanzas, Patricia enmudeció y se trago su orgullo arriero, abandonándose en manos de sus captores. Estos, a empujones, la acercaron a uno de los vehículos y la introdujeron dentro de maneras poco ortodoxas. A Paz, por su lado, la cargaron y depositaron en la trasera del otro cuatro por cuatro.
-¡Pazzzzz -alcanzó a berrear Patricia cuando se sintió separada por la fuerza de su amiga.
-O se me calla, o la quiebro, triplehijueputa –le gritó uno de sus captores, el que presumiblemente detentaba ahí el poder.
La colombiana, intuyendo de que tipo de manes se trataba y de lo que serían capaces de llevar a cabo si ella se ponía jodona, optó por callar y obedecer. Además, y aunque en ese instante le embolsaban la cabeza a fin de evitar que reconociera el itinerario que habrían de llevar, ella quería estar pilas por si algún ruido, giro o detalle pudiera aportarle una indicación, aunque fuera remota, del lugar donde la conducirían. Al mismo tiempo, le aferraron las muñecas y los tobillos con unas cabuyas que se encargaron de ajustar al máximo. Así quedó a medio tender, ciega y maniatada en el asiento trasero, mientras piloto y copiloto se dispusieron a arrancar.
Por lo menos a la pobre Paz la dejaron agüevada con la trompada, y así no tiene que pasar el pánico que yo estoy pasando. Tremendo miedo tengo de estos berracos; son capaces de cualquier vaina, pensaba la colombiana para sí, temblando ligeramente, mientras los dos vehículos se proyectaban de manera frenética hacia el frente, adhiriendo el caucho de sus neumáticos al asfalto del aparcamiento.