Ambas rieron el enfado de los chicos, entre sí, pero a carcajada limpia. No importaba. Ya habían partido llevados por los rayos, y por la mala follá que cargaban ambos. Bueno, ambos, ambos, no, Miguel Eduardo, ya que César tenía más que claro que en breve comería caliente, ¡comería chimba!
Mientras se acercaban al carro dando tumbos, desternilladas de la risa y jinchas de la perra, por algo ese vinillo francés era de suave paladear pero con una intensa carga de profundidad, dos portezuelas de una de las cuatro por cuatro parqueadas en el lugar se abrieron. Ellas apenas se percataron. Después otras dos, las del otro todo terreno.
Cuando se disponían a entrar en su buga, dos manes con el rostro cubierto aferraron a Patricia desde atrás y por los brazos, mientras le presionaban la zona riñonera con un instrumento que se apreciaba recio y frío.
-Pero, pero, ¿qué hacen, hijueputas? Quítenme las manos de encima, berracos –gritó furibunda, mientras se desvanecían sus vapores alcohólicos con la temperatura colérica que emanaba de su cuerpo.
-¡A callar, chito, zorra! – le interpeló uno de ellos con acento paisa arrabalero.
Mientras esto le sucedía a Patricia, Paz se giró dispuesta a enfrentarse a los atacantes de su amiga. No pudo. Otros dos, los que se apearon del segundo vehículo, trataron de hacer lo propio con la española, pero al sentir la fuerza musculada de sus brazos, decidieron cortar por lo sano y, sin contemplaciones, le descargaron un tremendo culatazo en su mollera; cayó a sus pies, como saco de papas.