Ni César ni Paz habían abierto la boca y se mantenían a la espera de que los dos líderes terminaran de dilucidar quien era quien en ese grupo.
La velada en el restaurante francés suavizó los ánimos del cuarteto, sobre todo después de la segunda botella de vino blanco de Alsacia que deglutieron como si de agua se tratara. Ellas se vieron más afectadas y dominadas por la risa fácil y la subida de la libido; ellos, más acostumbrados a los rones y aguardientes rasposos de esta región de Colombia, no sufrieron en exceso los rigores de un caldo de baja graduación alcohólica como era ese vino blanco de Gabacholandia. Y ni bobos que fueran, aprovecharon esa ventaja carroñera de la que disfrutaban para avanzar en sus lides conquistadoras.
Pero no todo se desenvolvió como previsto, ya que Miguel Eduardo sí magreó entre manteles y por debajo de ellos a una presa que en principio rehusó su envite, pero que impulsada por el calor de los alcoholes, fue cediendo terreno y permitió la inmersión de la diestra del colombiano por su muslo entrenado hasta llegar prácticamente a las puertas del Olimpo. Pero ahí terminó la avanzada del de la esquina, ya que el magret de pato que la española paladeaba en ese instante, le trajo recuerdos lejanos de otro de similares características que degustó junto a su Robus en el Petit Bistrot de la plaza de Matute de Madrid el día que le anunció su embarazo; esto cortocircuitó de inmediato su permisividad al avance de los dedos del menda en forma de batallones bien adiestrados. Sus muslos trabajados a base de kilos y férreos como el granito, se ciñeron como un cepo sobre la mano masculina. Miguel Eduardo, y a fin de no aparentar una derrota más que cantada, mantuvo todavía durante unos minutos una postura encorvada en la mesa.