La Toyota Land Cruiser surcó de velocidad los caminos polvorientos del cerro. Conducía uno de los guachimanes del jefe, encontrándose éste en el lugar del copiloto. En la parte trasera se asentaban Jairo Alfonso y Edgar, ya sin las armas, atenazándose las manos de manera nerviosa. Justo detrás de ambos, en la zona de carga y sobre dos asientos abatibles, dos perros de presa del mandamás enfierrados con unas AK 47, Kalashnikova, vigilaban de cerca a los de en medio.

-A ver, malparidos, me van a contar ahora de que fue la vaina de anoche, y cómo me mamen gallo con la respuestica, los mando bajar de una –ordenó el jefe desde el asiento delantero derecho.

Ambos se miraron y ese mirar evidenciaba pánico, pánico de una muerte cercana que surcaba el filo de la navaja. Jairo Alfonso tomó la palabra.

-Vera, jefecito, es que cuando ustedes se volaron, nos terminamos de mamar con el aguardientico. Y como la paisana estaba bacana, entramos para verla. Pero cuando nos acercamos a su cama, se emberracó y nos patió y claro, nos tuvimos que defender y le dimos una trompada y…

-Deje de hablar verga, marico, y diga lo cierto, que se la culiaron los dos, maricones, ¡dígalo!

Volvieron a mirarse, aunque Jairo Alfonso dejó de hacerlo conscientemente, manteniendo la vista clavada en los ojos de Edgar después de que el jefe le descerrajara un tiro del 38 en plena sien. Su cabeza se desplomó contra el vidrio de la puerta trasera.