Y así, un día cualquiera y cuando el Moñi, mano derecha de Robustiano, se entraba en el portal de uno de sus clientes con cinco papelas bien encaletadas en un doble fondo de sus gayumbos, fue interceptado por dos armarios que dependían en cuerpo y alma del Grande. Lo agarraron por los bracillos y lo elevaron como un papel de fumar. Con un rápido movimiento lo dieron vuelta y así, colgado como marrano en matadero, lo zarandearon mientras caían las monedas, las chapas de jugar carreras, una goma de borrar, los cromos de una serie galáctica y una navaja automática.
-Mira este cabroncete, no nos llega ni al ombligo y ya con navajitas, ¿eh? Bien, listillo, ahora nos vas a decir dónde tienes encalomado el caballo -le inquirieron.
La sangre le bajó a la cabeza. Entre eso y los nervios que lo atenazaban, el color de su rostro había adquirido un tono bermellón. No obstante, trató de sobreponerse y jugar la baza del despiste.
-Pero, pero... si yo no monto a caballo. No tengo ninguno.
Un armario miró al otro con una mueca de interrogación. Seguía manteniéndolo sujeto por ambos pies, cercano al nivel del suelo. Le hizo una señal a su compañero mientras elevaba el paquete. De golpe, sin aviso y rápida como un soplo, una derecha gruesa y callosa se estrelló contra la cara del niño.
-Así que el nene se quiere cachondear de estos mendas, ¿verdad? Pues de este menda no se cachondea ni su puta madre y del otro, tampoco. Ansí, que si no quieres recibir una ensalada de hostias, desembucha. ¿Dónde cojones tienes las papelas?
Ahora sí notó que sus cojoncillos le bajaban hasta la garganta. La cara apenas la sentía y la cabeza giraba sobre sí misma. De nada serviría hacerse el valiente con este par de gorilas, pensó. Introdujo como pudo su mano por el pantalón y extrajo del zulo gayumbero las papelinas. Se las arrancaron de un manotazo mientras lo dejaban caer sobre sus espaldas.
-Y entérate, niñato, este territorio es de don Beto. Dile a tu jefecillo, ese mierdecilla enclenque con el que estás siempre, que hasta ahora el Jefe ha hecho la vista gorda por la basura que repartíais. Pero que, a partir de ahora, o lo deja o se acabaron las buenas palabras -lo increpó uno.
Antes de salir del portal, el otro se giró para soltarlo, mientras lo apuntaba con su índice:
-A la prósima te quiebro los huesos, chachi que sí –y dando media vuelta salieron del portal.