Tal como el funcionario nos comunicó la noche anterior, a las 9 de la mañana comienzo a oír el golpeteo y los chirridos de los cerrojos al abrirse. Primero el clac, clac de la gran llave girando en la cerradura. Después el clang, clang de los cerrojos al correrse y golpear el manubrio la puerta. Es la nuestra. La gruesa hoja metálica se entreabre y el estruendo de los chirridos, de las pisadas y de los gritos se cuela sin permiso por la hendidura.
Tomamos las toallas, las pastillas de jabón de envoltorio verde y olor a puticlub de carretera, el peine negro de plástico barato y deformable y salimos.
-Tío, ¿no te olvidas algo? -pregunto con sorna.
El otro se gira, y dubitativo me dice:
-No, llevo todo. ¿Qué se me ha podido olvidar?
-El papel higiénico, que otra cosa podía ser -le corto cínico. Entra de nuevo a la celda y regresa con el rollo enganchado en el sobaco.
Bajamos los dos pisos de escaleras. A medida que descendemos, la percepción de la noche anterior me vuelve a sobrecoger. No, no se debía a la noche y al cansancio, pienso. La sensación que anoche me invadió es real, solo que de día. La pintura ocre, el olor que a partir de este momento me acompañará durante años, lo lúgubre del lugar, y a todo esto le añado los gritos de los nuevos compis y un trasiego ininterrumpido de sombras entre celdas, subiendo y bajando escaleras, como si todos tuvieran cometidos urgentes que realizar.
El patio se encuentra vacío. Los que bajan, dirigen sus pasos al comedor, a buscar el desayuno. Nosotros aprovechamos para ir en busca de las duchas. Al final las encontramos, a la derecha, en una esquina del patio y cerradas. Volvemos sobre nuestros pasos. Al comedor.
Un carrito estacionado en mitad del recinto soporta el peso de dos grandes ollas y una bandeja metálica. Una de las ollas contiene café ya mezclado con leche, azúcar y quién sabe qué más. La otra, algo más pequeña, tiene leche. En la gran bandeja veo desperdigas barras de pan, bolsas de galletas y pequeñas porciones de margarina. Un menda sirve con un cazo el café en los vasos variopintos que todos, en fila, colocan frente a él. El otro reparte el pan, la margarina y las galletas: o pan o galletas, esa es la opción. De cuando en cuando aparece algún enchufado que pilla pan, galletas, margarina y doble ración de café. Para eso trae en lugar de vaso, el envase de una botella de litro y medio de agua, cortado por la mitad y con el reborde quemado para evitar cortes en la boca; se lo llenan y nadie decía ni mú. Nosotros tampoco.
Llega nuestro turno.
-A ver, el vaso -me suelta el del cazo de café.
Miro a mi amigo, él me mira a mí y ambos nos quedamos con cara de póquer.
-Bueno, compis, o me dais los vasos u os piráis, que hay cola.
-Pero, pero… ¿tú no das los vasos? -pregunto sin calibrar la cuestión.
Una risotada general nos envuelve.
-Tú que tás creio, listillo, ¿que esto es el Seratón? Venga, piraos y trincar vuestros vasos.