Cómo se había derrumbado durante la detención. Apenas se sostenía sobre sus patas cuando llegó el séptimo de caballería en sus bólidos humeantes, con los rotores del helicóptero machacando nuestros tímpanos y metiéndonos los fuscos hasta el intestino. Después mientras la televisión realizaba las tomas pertinentes de la detención, escondía la faz entre el chaquetón como si de un polluelo de codorniz se tratara. Lloró, se derrumbó y ahora, a la primera de cambios, aletea solo. Algo me da en la nariz de que pronto prescindirá de mi compañía. No me equivocaría.
A media mañana nos llaman a consulta médica; todos los recién llegados en el canguro del día anterior salimos del módulo, en fila y sin rechistar.
Pasamos primero por el consultorio médico, después por el del educador y por último nos recibe la asistenta social. Todos nos auscultan. Unos nuestro cuerpo, otros nuestras interioridades y los últimos, nuestro corazón y el de nuestras familias. Nos dejan en pelotas, sin intimidad ni nombre, solo una simple ficha en la gran colección de fichas negras que guarda la administración. Salgo cabizbajo, mi amigo también. Regresamos al módulo.
Hora de comer. Buscamos sitio entre las mesas ocupadas. A final, en una esquina, vemos una mesa tomada por dos. Nos acercamos y pedimos permiso. Con un ademán sin palabras acceden a recibirnos. Después cogemos los platos de plástico moldeable y nos ponemos en la fila del carrito de la comida.
Cuando llega mi turno, el que me sirvió el desayuno me mira y deja escurrir un chorrillo de sopa de su cucharón a mi plato.
-Sírveme algo más, por favor -le solicito más por calentar el cuerpo con el caldo que por hambre.
-Esto es lo que hay, compi. A ver, el siguiente -grita a mi amigo que se encuentra a mis espaldas.