Después de la ducha nos lanzamos de nuevo al patio. Por fin ha salido una gran parte de la peña a estirar las piernas. Huele a peta que tumba para atrás; es el postre que se dan algunos después del café. A media mañana se lo fuman como aperitivo, después de comer para apaciguar la siesta, en la tarde como merienda y ya, a la hora de dormir, para conciliar los buenos sueños y no pasarse la noche en un duermevela de contar corderitos.
A pesar de ser el primer día, me percato que gran parte de los compañeros de patio permanecen en un colocón perenne, ya sea de chocolate, de caballo o de pastis. Por supuesto, el chocolate es a lo que cualquiera accede y es de más cómodo consumo. Las otras opciones son más restringidas y no todos están dispuestos a lanzarse a esa piscina de aguas profundas. De todas maneras estas soluciones son las más aceptadas por los que cumplen largas condenas y no desean contar con tiempo de percibir la lucidez, y por qué no, el sufrimiento.
A medida que circundamos el patio vemos como una parte de los caminantes van saliendo del módulo. En ese instante aparece, como si a la central del banco se dirigiese, Marco Conte. Mi amigo se acerca solícito a él, parece que las mujeres de ambos se conocen, le da la mano y pregunta:
-¿Qué tal, Marco, cómo estás? Soy… -y no alcanzo a oír más, ya que se alejan y me dejan al pairo, desinflado como un velamen sin viento.
Comienzo a sospechar que me tendré que sacar las castañas del fuego sin ayuda de nadie. Y sentía a mi pobre amigo tan indefenso...