Visto lo visto y ante la sensación de acoso a la que me veo sometido, mi pesadumbre se despeja momentáneamente. He de estar al acecho en esta nueva casa de la cual desconozco las costumbres. Le indico a mi amigo las duchas y nos dirigimos a ellas, no sin antes haber pagado los dos cafés de los que serían a partir de ahora nuestros nuevos machacas: el Guarín y el Pedrito. Pedrito adquiriría a partir de ese café el status de mi protegido, para lo cual, yo tendría que disponer de dinero y hacerme respetar.
Las duchas, como supuse, son oscuras, sucias y poco transitadas. Eso nos mosquea en extremo. Mira qué si entra un grupo, nos acorrala y nos ponen mirando a la Giralda, pienso. Pero no, alguno que otro se está duchando y nada fuera de lo corriente despierta nuestro recelo.
Me apoyo sobre un recodo, mientras él se desviste, toma el jabón y se pone debajo de uno de los tantos caños, que en línea, asoman su extremo en la parte alta de la pared. Al tiempo que se sumerge debajo del grueso chorro de agua y se enjabona con movimientos rápidos, sus ojeos nerviosos y fugaces se dirigen de izquierda a derecha. Tal es su nerviosismo, que en el preciso momento en que un grupo de tres entra en el recinto, la pastilla de jabón se le escurre como una anguila y resbala a unos metros de donde él se encuentra. Las miradas se cruzan. La de él, agachado con el culo en pompa recogiendo el jabón, la de los tres recién llegados, que se miran entre sí después de observar los glúteos tensos de mi amigo, y la mía, moviendo la cabeza de un lado al otro en previsión de tener que actuar.
Un par de segundos de tensión se adueñan del ambiente, tras lo cual el grupo suelta unas risas y se refugia tras un tabique del lugar a trapichear una papela.