ENTRANDO
Ella se acerca por la vereda de entrada. Camina junto al grupo de familiares que ingresan a realizar el vis-vis del mes con su ser querido, ese preso que dentro espera ansioso, arreglado, perfumado.
Su andar nervioso la delata. Es habitual. Todos llegan presurosos después de semanas de espera; todos esperan anhelantes después de un tiempo interminable de espera. Sin embargo, el motivo de los nervios que la atenazan no es solo ese; llega cargada. Intuye que no tendrá problemas de entrada, que no le detectarán el regalo, aún así, los nervios la atenazan.
No es la primera vez que llega con merca. En muchas, en muchas ocasiones durante los tres últimos años. La segunda visita fue la peor. No quería. En la anterior llegó sin nada a pesar de que él se lo había pedido. Dos hostias bien plantadas durante la comunicación le dejaron claro que a la siguiente no fallaría. Y no falló, con todo y el cague que tenía.
A pesar de las reiteradas veces que ha comunicado, aún hoy tiembla cuando ha de cruzar el arco y le realizan el cacheo, superficial, y con raqueta.
El grupo llega. Funcionarios y funcionarias de azul lo reciben. Las mujeres a un lado, los hombres al otro. Uno por uno cruzan el arco. Un pitido por aquí, otro pitido por allá, pero todos pasan sin mayor problema. Mientras estén autorizados…
Después les pasan la raqueta entre piernas, sobacos, frente y espalda; algún chirrido más y listo. Los de azul reciben las bolsas que estos traen con ropa y otros enseres, las revisan y devuelven a los visitantes los objetos prohibidos; el resto queda en los macutos con el nombre del preso.
Ahora distribuyen a las visitas por las diferentes celdas de comunicación: a los del vis-vis íntimo a las destinadas a tal fin, a los del familiar y convivencia al resto de ellas. Los encierran con doble llave.
Al rato suena de nuevo el chirriar de la llave, esta vez en sentido inverso. Entra el detenido y la hoja de la puerta con un tirante golpe metálico, vuelve a cerrarse.
Ella se abalanza sobre él. Él la toma en sus brazos, agarra con fuerza sus tremendas nalgas y le plantifica un beso que taladra su esófago. Manosea sus pechos con ademanes lascivos y hunde la diestra, a través del borde de la escasa falda y de la diminuta tira del tanga, entre la pelambrera selvática de su pubis humedecido. Un mes a verlas venir y ya por fin, carne, piensa el muy bestia. Pero lo primero es lo primero.
Acto seguido la suelta y le pide que le entregue lo que le ha traído. Ella, sin rechistar, se desabrocha la minifalda, se baja la tanga y se acuclilla. Introduce su gruesa mano en la vagina y con técnica de parturienta extrae un largo envoltorio plástico. Se lo entrega tal y como lo expulsó, viscoso y húmedo. El otro lo toma entre los dedos con expresión de asco y lo lleva al baño. Lo seca con papel higiénico, rompe con premura el plástico exterior y saca de él pequeñas bolsas de diferentes formas. Ya las conoce. Toma una, la abre y extrae dos pastis, dos Tranquimazine. Se las embucha, abre el grifo y coloca la comisura del labio en el caño.
Vuelve a la habitación. Ella le sonríe, desde la cama y con todas sus carnes y lorzas a la intemperie. Él ya no se anda con rodeos; además, tiene que aprovechar el ratillo antes de que le hagan efecto las pastis. Se saca de la bragueta el enorme animal asilvestrado, la toma del cabello para acercarla y se lo introduce en la boca.
Apenas han cruzado palabra hasta el momento. Ella sabe de la brutalidad que él carga encostrada; en ocasiones le agrada, pero no así y menos empastillado. Se saca el mamotreto de la boca y dirige sus labios a los de él, cariñosa, gatuna, envolvente. Dos hostias bien plantadas le cruzan la cara y la regresan a la realidad: a la del vis-vis íntimo con su marido, con el bestia de su marido, por él que ella aún haría lo que fuese.
Los golpes de la llave en las puertas indican los últimos cinco minutos. Él se dirige al baño dejándola a ella vestirse. Toma las bolsitas, se coloca a horcajadas sobre la bañera y se las va introduciendo de una en una en el ano. Algo de vaselina facilita la operación. Terminada la maniobra, se yergue, estira las piernas y se va a vestir, tambaleante. El efecto de la medicación ya ha tomado su cuerpo.
No se despide de ella, apenas una mano al aire y un, "hasta la prósima", y se encamina al control. Le revisan todas sus pertenencias, pasan la raqueta por su cuerpo y lo conducen a la habitación donde los demás esperan para ser trasladados a sus módulos. Antes de regresar el funcionario de comunicaciones a su garita, hace un guiño al que se encargará de llevar a los internos. Se han entendido. Ha señalado sin señalar a la presa.
Cada interno entra en su módulo. Éste apenas percibe su entorno. Se siente ligero, relajado y con ganas de tumbarse, y eso hace nada más pisar el patio. Se reclina en una esquina y derrumba la cabeza sobre sus brazos. Algunos compis pasan por su lado, nerviosos, buscando algo, a la espera de lo prometido, pero cualquiera moviliza en el estado en que está a esta mole.
La hora de la comida. Varios se acercan a despertarlo. Con gran esfuerzo lo ayudan a enderezarse y lo acompañan al comedor. Le cogen la comida y le ayudan a ingerir. Se preocupan de él. Algo buscan, algo quieren.
Ante la insistencia de los más necesitados, les promete que después del chape de la siesta bajará con lo que necesitan. Asienten a regañadientes. Algunos han pagado por adelantado, a otros la incontinencia les carcome, pero todos han de aguantar.
Los funcionarios chapan las puertas de los chabolos. Uno de ellos silba, él otro hace que se va, pero de inmediato regresan de puntillas y se colocan a los lados de la celda. Esperan cinco, diez minutos. Entonces se enfundan los guantes de látex, introducen la llave en la cerradura y con un clac, clac violento aperturan la puerta. Se disparan dentro.
Él se encuentra acuclillado y con la mano temblorosa, extrae las bolsas de su culo. Les mira de soslayo pero su reacción apenas se deja sentir. No así su compañero, que tumbado en la litera de arriba, observa con estupor el circo que se ha montado.
Lo obligan a vaciar su recto de todas las bolsas que ellos, con meticulosidad científica, introducen en una bolsa plástica mayor. Después lo hacen vestir, tomar un par de prendas, algunos utensilios de aseo y lo acompañan escaleras abajo tambaleante.
Toman el camino al chopano, al módulo aislamiento, después de haber consultado con el jefe de servicios por teléfono. Ahí lo reciben otros funcionarios y lo conducen a una de las solitarias celdas en ese módulo solitario y silencioso. Entra con sus cuatro cosas y se tumba a dormir la mona, aún sin la conciencia clara del lugar y del por qué se encuentra ahí.
Cuando a última hora de la tarde abren la puerta para dejarle la bandeja de la cena, despierta entre tinieblas para percatarse, ya de una vez por todas, de la situación en la que se encuentra. "La he cagau", piensa.
DENTRO
El Lejía va a salir de permiso. Su tercer permiso. Para mañana a las 5 de la tarde está prevista su salida.
Esta tarde lo abordan algunos compis en el patio, en mayor número de lo habitual. Ya se ha acostumbrado, es el proceso natural del sistema. Cuando alguien sale, sale de compras.
Entra en el tigre. De uno en uno van desfilando, unos le entregan billetes de euro de uso corriente, los menos, promesas, aún sabiendo que las promesas conllevan un añadido en el precio. En una pequeña lista de mano va apuntando lo que necesita cada uno, en clave y con letra ininteligible; no da su caligrafía para más, de la ortografía, sin comentarios.
A los seis días regresa. Llega sonriente, pero con ojeras de noches de insomnio. Entra en Ingresos. Lo cachean de arriba abajo, de abajo arriba, entre piernas, en las sobaqueras. Después pasan la raqueta a su ropa y a sus pertenencias. Un MP3 que trata de entrar de extranjis, conectado y dando tonos, le es requisado. Lo demás pasa. Y él también.
A última hora de la tarde pisa módulo. ¡Cuántos amigos lo esperan! ¡Qué fervorosos abrazos recibe! Todos lo quieren y él se siente elevado aunque conoce el motivo de tanta euforia. Le preguntan inquisitivos sobre el disfrute del permiso con intenciones de conocer el resultado final de su periplo: ¿Qué has traído, compi?
A todos les promete que a la mañana siguiente, que para el desayuno. Algunos transigen, esperarán, otros, los enmonados, ni de coña, esta noche antes del chape de celdas. No, las prisas son malas consejeras, además, trae un resacón de güisqui garrafero y de jaco que te cagas; esta noche no, sentencia.
A la mañana siguiente, cuando abren las puertas, un pequeño tumulto se forma frente a su chabolo. El funcionario se pispa, sin embargo, hoy no tiene ánimos para entrar en berenjenales que no le aportarán sino disgustos. Además, de esta manera el patio estará más tranquilo. Lleva una semana revuelto, y él sabe por qué.
El Lejía cuenta con quince minutos antes de que chapen para bajar al patio. Entrega papelas de diversos tamaños a diferentes compis. Unos las reciben y parten, otros pagan, las toman y encaletan la merca en los gayumbos. Ya la revisarán en el tigre del patio.
El patio bulle de movimiento. Caras tensas lo cruzan en dirección al tigre y las duchas. Entran y salen de esos lugares con prisas de urbe cosmopolita. Se asemejan a los ejecutivos de las grandes multinacionales moviéndose entre despachos con el estrés propio del trabajo del yupi.
Al avanzar las horas el ambiente se va calmando y comienzan a aparecer las sonrisas babosas en los rostros de algunos, las siestas anticipadas de otros en las esquinas de los patios y los primeros movimientos de comercialización intermodulares. Y cuando comienza el trasiego del negocio entre módulos, los transeúntes del patio han de caminar con ojos camaleónicos.
Al descuido de los funcionarios, aparecen dos lanzadores dispuestos a realizar el hit de su vida. Corren unos metros y lanzan con un amplio movimiento del brazo. El proyectil se eleva por encima del muro, sigue su trayectoria ascendente, cruza el siguiente muro, el del módulo contiguo, y cae en el patio, Dios sabe dónde, o a quién alcance en su trayectoria.
Pero para llegar a esto, el proveedor del producto ha tenido que realizar con anterioridad toda una operación de comercio internacional. Han enviado un fax intermodular notificando la llegada de la mercancía al módulo: tipo de producto, calidad, precio y forma de pago. Este fax se escribe en un pequeño papel, detallando todas estas características, además de incluir el nombre o mote del destinatario y del remitente. Se dobla en pequeñas cuadrículas y se adhiere a una pila alcalina de radio. Se ajusta bien con cinta adhesiva, dejando visible el nombre del destinatario. Acto seguido se proyecta con los pitchers especializados del módulo; no es tarea fácil y han de tener experiencia y conocimiento de las distancias, altura y potencia de proyección. Éstos siempre son bien considerados en cualquier módulo que se precie de tener un intercambio de mercadería frecuente.
Una vez realizado el primer contacto toca aguardar. Y para eso se encuentran los oteadores a la espera de recibir el fax de respuesta. No faltan en toda operación de esta envergadura un par de despisteros dispuestos a distraer a los funcionarios en caso de que se les ocurra salir en esos momentos a tomar el aire. Y controlando toda la operación, nos encontramos al dueño del negocio apalancado en una de las esquinas junto a uno o varios de sus machaquillas a la espera de acontecimientos.
Al cabo del rato un golpe seco y el sonido abrupto de algo deslizándose activa las medidas de seguridad. Varias sombras se deslizan con rapidez y el objeto desaparece como apareció; visto y no visto. La operación se desarrolla conforme a lo establecido. La respuesta es positiva con relación al producto, a la calidad, a la cantidad y al precio. Entonces alguien se percata de que no se hace mención a la forma de pago exigida: al contado a la entrega de la mercancía y por idéntico conducto.
Se establece una nueva comunicación especificando todos los puntos, a la espera de la confirmación de la forma de pago. El dueño de la merca percibe un atisbo de engaño en el proceder del comprador. Sin embargo, sabe que su nombre y fama le amparan. Sabe que el que trate de sisarle la mercancía corre un grave riesgo de accidentarse en un pasillo, en el gimnasio, en las aulas o en el salón de actos. Nadie arriesgaría su integridad física y su nombre por unas posturas de merca sisada al kie del módulo 7. A no ser que ese loco suicida estuviera enmonado y no tuviera con que.
La respuesta llega un momento antes de la llamada a comedor. A regañadientes han dado el sí. Todo queda pendiente para la tarde, momento en que se realiza la operación y se cobra la transferencia aérea.
A la mañana siguiente y con la llamada a, ¡Metadona!, comienza a sentirse el verdadero resultado de la llegada de la mercadería del Lejía. Después de que la cola de toxicómanos haya ingerido el chupito de esa droga de laboratorio, legal pero dañina como mordedura de serpiente, se dispersan cabizbajos por cualquiera de los rincones asequibles. Entonces extraen de su bolsillo las pastis de Tranquimazine, o se chutan una dosis de caballo y el cóctel está servido.
A partir de ese momento, el resto de los internos, los que no están colocados por alguna de las sustancias repartidas a hurtadillas, intuyen que han de moverse con discreción y tino. No solo ellos, no. Los funcionarios presienten nubarrones y rezan para que sean de los blancos como el algodón y no de los de tormenta monzónica. Nunca se sabe. O la peña se duerme con la jeta inmersa en la sopa a la hora del papeo, o a uno se le va la pinza y monta la de Dios es Cristo, hostiándose a diestra y siniestra hasta decir basta. Todo depende del combinado del batido de la Metadona con el resto de ingredientes.
A los dos días la tormenta amaina y cada módulo sigue su curso natural: hasta que se den por finalizadas las existencias de lo que te cuen y comiencen las incontinencias o hasta la llegada de una nueva remesa y su consabida mezcla. Todo es cuestión de esperar.