EL SOCIO CULTURAL
Esta macrocárcel se encuentra petada, a rebosar. Los diez módulos de hombres dejan poco espacio a la soledad. Únicamente las celdas de los etarras y de algún que otro afortunado permanecen sin doblar.
Los tres módulos de mujeres no cubren el cupo, aunque ellas se encargan de aparentar un lleno total; qué sería de esos módulos si realmente estuvieran repletos...
Sin embargo, el centro cuenta con otros muchos lugares para el desahogo, no por ello, de uso diario para todos los internos. Entre estos se encuentra el Sociocultural, lugar donde se ubica el salón de actos -una suerte de cine, escenario de teatro, de conciertos, de discursos de la jefatura del centro y un largo etcétera-, y con una capacidad de unas doscientas almas en pena, la capilla -reconvertible en aula salvo por la estatua del Cristo sufriente y el crucifijo que se abandonan a su suerte durante el resto de la semana-, una decena de aulas educativas utilizadas tanto para clases de educación primaria y secundaria como para cursos técnicos y culturales, las oficinas de los monitores y profesores, una pequeña habitación de proyección y sonido, y la biblioteca, donde además de la prestación de libros, es el lugar de trabajo de tres o cuatro destinos entre cuyas obligaciones se encuentran las de:
• Llevar el control de los libros prestados, el reparto de dichos libros y la prensa por los diferentes módulos -incluidos los de mujeres-.
• La limpieza de las aulas educativas, pasillos y escaleras, recovecos y telarañas incluidas.
• Ordenanzas de losfuncionarios/as allí destacados -con servicios tales como el de cátering: tráigame el cafecito, el bollito, el refresco y los cigarrillos, papeleo y voceras en busca de otros internos-.
• Encargados de proyección de cine y manejo de equipo de sonido.
• Ordenanzas a disposición de losJueces de Vigilancia Penitenciaria en sus visitas bimensuales.
Y una larga lista de tareas y actividades que hacen de estos destinos la envidia del resto de internos.
Pero lo más interesante de este destino de Sociocultural es el contacto diario con el otro sexo. En algunos centros estos destinos son mixtos, con lo cual las necesidades de todos ellos están cubiertas. Pero en el caso que nos ocupa, los integrantes de este selecto grupo de presidiarios son hombres. Y eso es todo un problema. Ya que sí en el módulo los mendas apenas tienen contacto con las chicas, por lo que sus ardores se mantienen en una tensa espera, los de destinos contactan a diario con las integrantes del otro sexo y eso los enardece.
En especial en lo que al contacto con las funcionarias se refiere. Solo verlas entrar, olerlas recién duchadas, recién perfumadas, apreciar sus formas aunque embutidas en su uniforme azul y atisbar sus movimientos cadenciosos al andar, encienden los recuerdos de épocas pasadas, de la calle.
Entonces te planteas utilizar tus tácticas de depredador que antaño te daban tan buen resultado en tus salidas nocturnas de bares y discotecas. Pero, ay, existe un pequeño inconveniente. Sí te equivocas de presa y acechas a una de caza mayor, desmesurada para tu equipo actual –ahora eres un simple presidiario, sin recursos, ella puede estar casada con otro funcionario, en fin, desea algo más sublime de lo que tú le puedes aportar-, te puedes buscar una ruina. Has de ser pasivo; donde antes demostrabas tu hombría buscando las presas de a tres, ahora son ellas las que deciden. Tú a la espera, y consumiéndote. Y en la generalidad de los casos con las funcionarias no te comes un colín. Están en sus sitio, están ahí para que se cumplan las reglas, y dar juego a un interno –podría ser un condenado por asesinato, violación, o cualquier otro delito grave- es un riesgo que no toman ni pueden permitirse.
Exceptuando el caso de una funcionaria muy especial del Sociocultural. Era menuda, de formas redondeadas, culo respingón y pechos ajustados al tamaño de una manaza. No era bella para deslumbrar, pero a todo el personal lo deslumbraba con sus aires de tigesa en celo. Ideal. Tenía un pequeño hándicap, o como dicen los castizos, no es oro todo lo que reluce: un marido, celoso y... funcionario.
Por eso, ella solo jugaba al gato y a los ratones; ella de minino, los internos, en especial, los de destinos, de ratones, de ratoncillos. Cada vez que a la doña le tocaba el turno en el socio, los cuatro destinos regresaban después de la siesta con las palmas de la diestra en carne viva. Y ella lo veía, percibía las miradas hambrunas de ellos, los sentía taladrando sus azulados driles, las suaves telas de su ropa interior, su piel, su carne, sus vísceras, para traspasarla como si de rayos x se tratara.
Y así, de tontuna en tontuna dio con un interno distinto del resto. Si los melocotones bamboleantes de ella lo provocaban o no, nadie llegó a percibirlo. Ella también se percató de la aparente indiferencia de él y eso aumento su deseo. No solo eso, también reactivó la apatía que existía en su hogar después de quince años de matrimonio.
A partir del momento en que la funcionaria descubrió a su nuevo adversario en el juego del disimulo, llegaba a casa con sus deseos reprimidos y se abalanzaba en ayunas, y ni falta que hacía saborear un bocado antes de…, sobre su pusilánime marido, que sorprendido veía como su mujer lo devoraba con fauces hambrientas tal y como éste recordaba el comienzo de su relación allá en su aldea natal del Cierzo.
No contenta con ese apaño matrimonial, comenzó a analizar a su presa con hábitos propios de depredador. Entró en el historial penitenciario del menda, en su vida privada, analizó con detenimiento sus características, y después de sopesar todos los pros y los contras que le acarrearían salir de caza furtiva, decidió, y ante el nudo interior que se le formaba y las humedades que desprendía en cada ocasión que se cruzaba con el interno, cargar su arma y esperar el momento más propicio.
Una tarde en que ella hacía la guardia y se encontraba aburrida en el Socio, él entró a la biblioteca. Su compañera de turno había salido a jefatura a una entrevista con el subdirector de seguridad y la había dejado en completa soledad. Tampoco tenía mayor trascendencia; las tardes eran apáticas y con poca actividad. Llamó al interno interesándose por sus compañeros. Éste respondió que dos de ellos disfrutaban en ese momento de unos vis-vis y que el tercero permaneció en el módulo con dolor de cabeza.
Fue escuchar la palabra vis-vis y observar el rostro del interno, cuando comenzó a sentir el fluir en sus pantalones de dril. Rememoró su época de funcionaria en comunicaciones y las estridencias y gritos que tenía que soportar durante los vis-vis íntimos de los internos. En ocasiones provocaban en ella pensamientos desviados, pero las más de las veces llegaron a hastiarla. Sin embargo, en este momento, un remolino de sensaciones pasadas y presentes arrebolaron su rostro.
Indicó al destino que le acompañara a revisar el escenario ante la visita de una compañía de teatro prevista para el siguiente día. Cerró la garita. Ella dirigía la comitiva de dos. Se adentraron en el salón de actos. Él encendió todas las luces excepto las del escenario. Allí se dirigieron. Ascendieron las escalerillas y se adentraron entre bambalinas. Ella enfiló con paso firme los camerinos. Accionó el picaporte de la puerta. Estaba cerrada. Se dirigió al otro camerino del lado opuesto. Lo mismo.
Una mueca de hastío cruzó su cara. Entonces recordó que su compañera se había llevado las llaves sin percatarse de ello. Sentía como su vulva supuraba fluidos y el centro de su estomago se retorcía tensionado, pero su sentido común logró prevalecer sobre las sensaciones. En el escenario no es posible follarse a este mequetrefe; cualquiera que entre de improviso nos pilla en plena faena, pensó. Entonces su cara se iluminó. ¡La capilla!, ese era el lugar adecuado.
Conminó al interno a revisar otras áreas del sociocultural, ya que como le dijo de refilón, el salón de actos se encontraba en condiciones más que aceptables. Él la siguió percibiendo el reguero de feromonas hambrientas que ella desprendía a su paso. Subieron al primer piso. Pasaron de largo por varias aulas, mientras ella pretextando examinarlas, introducía la cabeza para sacarla de inmediato y continuar la marcha. Así llegaron al lugar más extremo de la planta, el lugar que albergaba todos los domingos a un gran número de internos en busca de diversas recompensas: unas espirituales y las más, las materiales, las de la facilidad del trueque y el negocio prohibido.
La funcionaria entró decidida y comenzó a hacer indicaciones a diestro y siniestro. No eran más que meras distracciones para desviar la atención del sofoco de lo que se estaba cociendo en su interior. Así, entre despiste y despiste y como quien no quiere la cosa, la de azul acorraló a su presa frente a dos pupitres. Lo miró a los ojos con ansias cetreras. Sin embargo, el ángulo de su visión abarcó también la esquina de la habitación para toparse de lleno con el crucifijo del Cristo en la cruz y su mirada moribunda. Sintió como esos ojillos de madera la taladraban pidiéndole explicaciones de lo que en esa sala sucedería. Desvió mínimamente el ángulo de visión para toparse de nuevo con los ojos del interno. No eran los mismos de antes. Algo había cambiado. Su mirar desprendía una intensidad animal. Ahora sí brotaba su lascivia quedando aparcada la aparente indiferencia mostrada hasta el momento. Volvió a mirar al crucifijo para soltarle entre pensamientos: lo siento por ti, Cristo, pero el deseo me devora; perdóname.
No terminó con esa reflexión cuando se abalanzó, y de puntillas, sobre la boca del interno. Abrió sus fauces para introducir en las de él una lengua que había cobrado vida propia. Mientras, su mano agarraba el inmenso bártulo que hacía ademán de reventar los pantalones de él. Bajó su cremallera para liberar el instrumento de su exiguo encierro y éste rasgó el aire como si de un sable se tratará.
El interno tardó unos segundos en reaccionar. Dirigió una mano a la nalga derecha para agarrarla con toda la presión que su brazo le proporcionó, mientras la otra atravesaba el escote para adentrarse dentro del sujetador y agarrar con saña su erecto pezón. La funcionaria dio un respingo mientras mordía con afán depredador los labios del contario. La presión que emanaba de ambos contendientes se palpaba por todo el recinto. Entonces, desbordados por sus propias sensaciones, se bajaron mutuamente los pantalones, para tomarla él por las ancas, girarla en el aire y empotrarla de bruces sobre uno de los pupitres. Ella se aferró con ambas manos a los salientes de la tabla mientras él tanteaba con sus dedos los labios goteantes de la vagina para después, y de un solo envite, penetrarla hasta el tope que marcó su cuerpo.
Un aullido de fiera recorrió el salón y se perdió entre las hendiduras del área social. Un par de cargas brutales más bastaron para aunar estertores graves y agudos en una sola sinfonía exasperante. Terminada la faena y aún sin cruzar palabras, ella se abrochó digna los pantalones mientras le ordenaba que terminará de adecentar el lugar. Salió por la puerta y bajó a su garita.
Salvo algún que otro caso como el mencionado, las relaciones que se gestan en este lugar se dan entre internos y sus compañeras de cautiverio.
Y éstas se dan también dentro del Sociocultural. En concreto en el salón de actos, en las aulas de algunos cursos y en los tigres del lugar.
En el salón de actos más que relaciones sexuales en sí se producen devaneos amorosos, algunos tocamientos y poco más, y todo eso, aprovechando la oscuridad existente durante la proyección de una película, la exhibición de alguna obra de teatro o algún concierto de música. Pero que nadie se lleve a engaño. Lo que en un principio parece una tarea sencilla, en la práctica solo es superada por los profesionales del despiste y del buen hacer.
Unos días antes de cualquier evento, los ordenanzas del Sociocultural anuncian el acontecimiento por los módulos a semejanza de los pregoneros en las urbes de antaño. El subdirector de seguridad con muy buen ojo y dado que el aforo del salón apenas da para ubicar a los internos de dos módulos, suele programar en el mismo día y a la misma hora la asistencia de dos módulos de hombres o dos de mujeres, o uno de enfermería y de mujeres, siempre tratando de que no confluyan dos de distintos sexos. No obstante, en ocasiones, o no salen las cuentas con los impares, o el jefe se bebió la noche anterior unas copas de más y… ya está liada.
En cualquier módulo de hombres o de mujeres reside alguien con una pareja en alguno de los módulos restantes. Es tan sencillo el relacionarse, como el hecho de conocer el nombre de alguno o alguna que te mole, escribirle, recibir respuesta y así, después detres meses de relación epistolar, solicitar un vis-vis íntimo, y, ala, a revolcarse por todo el tiempo de abstinencia obligada. Estos son los afortunados. Otros no lo son tanto y han de recurrir a métodos más expeditivos.
Bueno, el caso es que si se juntan dos grupos de diferente sexo en el salón de actos, puede ocurrir de todo y ello a pesar de la extrema vigilancia. Cada grupo llega con sus funcionarios y funcionarias, que después de acomodarlos a cada lado de la sala, se sitúan estratégicamente alrededor del perímetro interno de la misma. Cada tantos metros un funcionario y en la mitad, el rebaño de ovejos y ovejas.
No bien se apaga la luz y el lugar se queda en semipenumbra, surgen de alguna de las filas los primeros seres reptantes. Sin percatarse nadie de ello, desaparecen de sus asientos para reaparecer en el otro extremo de la fila de butacas, entre las piernas de las niñas y en busca de la que pretenden conquistar. Llegados a ellas, y después de los cuchicheos oportunos e introductorios, se dan a la ardua tarea de hacerlas felices; hasta donde ellas lo consientan o hasta donde las circunstancias lo permitan. Antes de terminar la función, los susodichos han regresado a sus asientos y nadie se ha percatado de la ausencia.
En el mismo sentido, otro de los trucos es pedir autorización durante la función para ir al tigre. Él primero, ella más tarde, consiguen robar unos escasos minutos de felicidad espúrea en un espacio que apenas da para juegos.
Esto nos lleva a tocar el tema de lasaulas y los cursos que allí se imparten. Dichos cursos, los técnicos que se realizan con profesores externos y no dependientes del Ministerio de Cultura, suelen ser mixtos. Dependiendo de lo estricto que sea el que imparte las clases, la promiscuidad puede alcanzar cuotas insospechadas. Tal fue el caso de la Juani, gitana de pro pero de vicios dispares y extremos.
Se impartía por aquel entonces un curso de ofimática en una de las aulas del segundo piso. Todos los miércoles durante hora y media, una veintena de alumnos se sentaban a lo largo de una extensa mesa con ordenadores a las dos vertientes. El profesor era un joven informático que habían reclutado en la ciudad más cercana, de pendiente y piercing a la moda. Se le notaba cagado por las patas cada vez que entraba en el Centro, por lo que soltaba la mano con relativa facilidad.
Interrumpía la clase durante 15 minutos para el consabido café, café que bajo la autorización de un funcionario, traía uno de los participantes dentro de un cartón vacío de cigarrillos a modo de bandeja. Unos lo bebían, otros, sin embargo, desaparecían con sus parejas del curso detrás de las columnas a fin de acaramelarse y desahogar frustraciones que en esas condiciones apenas les servían de consuelo. Muy al contrario, encendían pasiones que llevaría días apagar.