No bien se apaga la luz y el lugar se queda en semipenumbra, surgen de alguna de las filas los primeros seres reptantes. Sin percatarse nadie de ello, desaparecen de sus asientos para reaparecer en el otro extremo de la fila de butacas, entre las piernas de las niñas y en busca de la que pretenden conquistar. Llegados a ellas, y después de los cuchicheos oportunos e introductorios, se dan a la ardua tarea de hacerlas felices; hasta donde ellas lo consientan o hasta donde las circunstancias lo permitan. Antes de terminar la función, los susodichos han regresado a sus asientos y nadie se ha percatado de la ausencia.
En el mismo sentido, otro de los trucos es pedir autorización durante la función para ir al tigre. Él primero, ella más tarde, consiguen robar unos escasos minutos de felicidad espúrea en un espacio que apenas da para juegos.
Esto nos lleva a tocar el tema de las aulas y los cursos que allí se imparten. Dichos cursos, los técnicos que se realizan con profesores externos y no dependientes del Ministerio de Cultura, suelen ser mixtos. Dependiendo de lo estricto que sea el que imparte las clases, la promiscuidad puede alcanzar cuotas insospechadas. Tal fue el caso de la Juani, gitana de pro pero de vicios dispares y extremos.
Se impartía por aquel entonces un curso de ofimática en una de las aulas del segundo piso. Todos los miércoles durante hora y media, una veintena de alumnos se sentaban a lo largo de una extensa mesa con ordenadores a las dos vertientes. El profesor era un joven informático que habían reclutado en la ciudad más cercana, de pendiente y piercing a la moda. Se le notaba cagado por las patas cada vez que entraba en el Centro, por lo que soltaba la mano con relativa facilidad.
Interrumpía la clase durante 15 minutos para el consabido café, café que bajo la autorización de un funcionario, traía uno de los participantes dentro de un cartón vacío de cigarrillos a modo de bandeja. Unos lo bebían, otros, sin embargo, desaparecían con sus parejas del curso detrás de las columnas a fin de acaramelarse y desahogar frustraciones que en esas condiciones apenas les servían de consuelo. Muy al contrario, encendían pasiones que llevaría días apagar.