La funcionaria entró decidida y comenzó a hacer indicaciones a diestro y siniestro. No eran más que meras distracciones para desviar la atención del sofoco de lo que se estaba cociendo en su interior. Así, entre despiste y despiste y como quien no quiere la cosa, la de azul acorraló a su presa frente a dos pupitres. Lo miró a los ojos con ansias cetreras. Sin embargo, el ángulo de su visión abarcó también la esquina de la habitación para toparse de lleno con el crucifijo del Cristo en la cruz y su mirada moribunda. Sintió como esos ojillos de madera la taladraban pidiéndole explicaciones de lo que en esa sala sucedería. Desvió mínimamente el ángulo de visión para toparse de nuevo con los ojos del interno. No eran los mismos de antes. Algo había cambiado. Su mirar desprendía una intensidad animal. Ahora sí brotaba su lascivia quedando aparcada la aparente indiferencia mostrada hasta el momento. Volvió a mirar al crucifijo para soltarle entre pensamientos: lo siento por ti, Cristo, pero el deseo me devora; perdóname.
No terminó con esa reflexión cuando se abalanzó, y de puntillas, sobre la boca del interno. Abrió sus fauces para introducir en las de él una lengua que había cobrado vida propia. Mientras, su mano agarraba el inmenso bártulo que hacía ademán de reventar los pantalones de él. Bajó su cremallera para liberar el instrumento de su exiguo encierro y éste rasgó el aire como si de un sable se tratará.
El interno tardó unos segundos en reaccionar. Dirigió una mano a la nalga derecha para agarrarla con toda la presión que su brazo le proporcionó, mientras la otra atravesaba el escote para adentrarse dentro del sujetador y agarrar con saña su erecto pezón. La funcionaria dio un respingo mientras mordía con afán depredador los labios del contario. La presión que emanaba de ambos contendientes se palpaba por todo el recinto. Entonces, desbordados por sus propias sensaciones, se bajaron mutuamente los pantalones, para tomarla él por las ancas, girarla en el aire y empotrarla de bruces sobre uno de los pupitres. Ella se aferró con ambas manos a los salientes de la tabla mientras él tanteaba con sus dedos los labios goteantes de la vagina para después, y de un solo envite, penetrarla hasta el tope que marcó su cuerpo.
Un aullido de fiera recorrió el salón y se perdió entre las hendiduras del área social. Un par de cargas brutales más bastaron para aunar estertores graves y agudos en una sola sinfonía exasperante. Terminada la faena y aún sin cruzar palabras, ella se abrochó digna los pantalones mientras le ordenaba que terminará de adecentar el lugar. Salió por la puerta y bajó a su garita.
Salvo algún que otro caso como el mencionado, las relaciones que se gestan en este lugar se dan entre internos y sus compañeras de cautiverio.