Ella era una agraciada gitana veinteañera reincidente desde muy temprana edad. Entraba y salía de los centros penitenciarios con la habitualidad de la profesión inoculada en vena. De reducida estatura, amplias caderas, trasero relleno y pechos desafiantes, su tez morena y cabello acarbonado hacían las delicias de los desdentados que desde sus celdas la observaban pasar con su vaivén de carnes. Una vez entraba en confianzas, su desparpajo no tenía limites. En sus esporádicas visitas a la biblioteca antes del comienzo de clases, me proponía saltos de tigre y piruetas circenses detrás de cualquier columna. Aguijoneado por el deseo dudaba fracciones de segundo antes de desviar el tema recordando el bicho que pululaba por sus entrañas y sus arterias.
Esto, parece ser, traía sin cuidado a otros con menores escrúpulos. Ella a su vez cambiaba de pareja como otro de zapatos, siempre aprovechando e inscribiéndose en cualquier curso que en el sociocultural se impartiera. Así cayó el José, un pardillo que junto a Lucía y una docena más de internos, aprendieron a utilizar las diabólicas maquinitas de pantalla y teclado en un curso de ofimática. Los devaneos entre ambos comenzaron en las pausas de clase, detrás de columnas que todo lo tapan y dejando correr las imaginaciones calenturientas de otros. A medida que el curso avanzaba, de igual manera avanzaba el volumen de morreos y manoseos que ambos, y a rebufo de ellos, otras parejitas, entre columnas, escaleras y pasillos, se prodigaban. Los funcionarios de turno en la mayoría de las ocasiones hacían la vista gorda o recriminaban con un a ver, a ver, que pasa por ahí. En los últimos días de clase y ante la permisividad o simple autismo del instructor informático -liberal y de pendiente y pircing a juego-, la parejita feliz decidió in situ pasarse el bicho de la manera más natural posible. Él, sentado frente a su ordenata, recibió a su chica del momento sobre sus rodillas. Lo que a primera vista parecía ser una sentadita de pareja de domingo, se tornó en segundos en escena erótica de club de alterne. Ella se bajó los pantalones y tanga a un tiempo, mientras él, con cara de aquí no pasa na´, extrajo su bicharraco encendido. Apenas dos movimientos rápidos y Lucia ya cabalgaba a un moderado trote sobre su chico. Los que a su lado tecleaban con frenético interés, giraban sus caras sorprendidos por el inusitado espectáculo que se les ofrecía gratis.
Nadie dijo esta boca es mía.