Sancho, en realidad, Agustín, no le iba a la zaga en cuanto a déficit de neuronas. Ladronzuelo de poca monta, un día de cabreo social contra el planeta Tierra capturó a un minino chandoso y después de rociarle con pinturas, en un atisbo de inspiración conceptual, lo introdujo en un buga previamente forzado. Roció el interior del vehículo con gasolina y para dar mayor verosimilitud y movimiento a su creación, lo prendió fuego. Cerró la portezuela en el preciso instante en que el felino comenzó a recorrer los asientos como una maullante y ardiente traca incendiaria.
Mientras observaba regocijado, una patrulla que recorría esos lugares, sorprendía a Agustín. Una sonrisa de orgiástica satisfacción se mantenía en su rostro al tiempo que el pobre animal soltaba sus postreros maullidos y a éste le colocaban las esposas.
Le cayeron dos años y medio y dio con sus huesos en el mismo módulo que Enrique, unos meses después. Se hicieron inseparables.
Estos dos piezas hicieron los honores a mi llegada con un, hola, ¿cómo te llamas? Si esto era lo primero que veía, ¿cómo sería el resto?, me pregunté.
Me instalaron en el chabolo de un colombiano, a pesar del F.I.E.S. Habían abierto solo seis de los dieciséis módulos existentes y los abarrotaban. Dos de ellos de mujeres.
Oscar, era encantador y limpio. Me hizo la vida fácil desde un principio, instalándome en la mesa del comedor junto a dos etarras, el único sitio libre. Uno de ellos, Joseba, vivía durante los últimos meses de prestado cargando la enfermedad del Crohn, una enfermedad del intestino que creaba una baja inmunidad y que parece se pudo generar por sus continuas huelgas de hambre. Como ni con esas lo trasladaban a su región, de continuo se montaban manifestaciones de cohetes y pitos a la entrada del penal.
Cada cárcel es un mundo, pensé. Aquí, estábamos todos revueltos y con un control mucho menor que en otras y eso, producía un desahogo de las costumbres.
