Cuando Pablo supo del personaje con el que compartiría chabolo, desbarró de alegría. No todos los días se recibe en casa al jefe del mayor clan de la droga de la ciudad, en especial, cuando Pablo era asiduo visitante de los gimnasios, lugares donde los Florida eran admirados con veneración. El que otrora mostrara un orgullo y un despotismo exacerbado hacia sus compañeros de patio, sucumbió por decisión propia a la servidumbre más rastrera. Se pluriempleó de machaca del Robus, esperando resultados futuros una vez en libertad.
La relación entre ambos no soportó los vaivenes de la vida carcelaria. La sagacidad de Robustiano sacó a relucir de inmediato el lobo taimado encerrado en piel de carnero que Pablo trataba de ocultar bajo maneras amables. Sus cortas entendederas dejaban traslucir toda la carga de maldad y perversión que llevaba encima. Fue a los escasos meses de su llegada al
módulo, cuando el Robustiano se ofreció a compartir mi celda de maharajá que yo, con sutil manejo, había conservado en solitario. Con buenas palabras y dotes magistrales de diplomacia, me convenció para aceptarlo como compañero por el tiempo que pactáramos sobre la marcha; en caso de no sobrellevar nuestra cautividad compartida, él abandonaría la celda a mi requerimiento.
La vida con Robustiano, a pesar de mi escepticismo inicial, fue de lo más llevadera. Era un ser ordenado, higiénico y sus historias salvajes y de mundos desconocidos para mí, hacían relegar el tiempo transcurrido y por transcurrir a un segundo plano distante. Su fama se había extendido por toda la prisión y había llegado hasta los oídos de los funcionarios, que deseaban evitar problemas con alguien que en la calle contaba con un grupo de hienas hambrientas de sangre. Y todos, sin excepción, tenían a un ser querido pisando la calle libre. Por ello, el día que Robustiano tuvo que ajustar una cuenta pendiente con un interno de otro módulo, los testigos desaparecieron.