La entrada de la antigua prisión de Carabanchel sorprendía por su frialdad y tamaño. Era un mundo en sí mismo, con sus jerarquías y leyes de las que apenas quedan vestigios en los penales de nuestros días.
Cada galería se guiaba por sus propias normas dirigidas por el preso de confianza de los funcionarios; estos no entraban. Ese preso, el cabo de varas y chivato de los jefes, legislaba con sus adláteres con intereses desviados y tiranía de sátrapa.
Durante mi estancia en dicha casa, vi pinchazos, peleas, muertes, y fui amenazado de por vida, aunque en un primer momento me sentí protegido por un grupo de Pieds-Noirs, amigos de tiempos y respetados por todos. Después, y sin proponérmelo, me convertiría en kie.
Una jeringa, artículo de lujo, se alquilaba por pico y recorría las celdas hasta que la aguja perdía su punta y creaba tremendos desaguisados en vena, salpicando paredes y ropas.
Mis travestidas favoritas de tranca de gran tamaño y tetas bizcas, daban servicio en su chabolo a paquete de cigarrillos por mamada y dos por enculada. Las filas frente a su hogar se eternizaban.
Así celebré mis 64 años, agasajado por los compis con licores de frutas de fermentaciones prohibidas, amaneciendo al siguiente día de resacón demencial y comido por las chinches jíbaras que se escondían en los resquicios...