Cuando queremos cogerlos con las manos en la masa, permanecemos al loro a su regreso al módulo. Si lo vemos entrar rodeado de compis al tigre del patio, eso significa que los que le han dado dinero para comprar la merca en la calle no esperaran y se lo harán cagar de una para pillar. En ese caso tratamos de caerle de improviso, aunque siempre tienen a un par de chivatillos en la puerta para dar el agua. Si el pavo en cuestión no se deja amedrentar o la mercancía que trae es solo suya, esperamos a que suba a celdas y cuando han pasado unos minutos prudenciales, abrimos la puerta y le caemos. De ahí, lo enviamos al chopano parteado y a la espera de juicio.
Pero uno nunca sabe que es lo mejor. Si en el patio no hay droga, los nervios están a flor de piel y los enmonaos se mueven como alienígenas en busca de lo que pillen. Las peleas están a la orden del día y nuestro curro se vuelve un coñazo. Si por otro lado, ha entrado droga, toda la peña está atenta al reparto y las pilas vuelan de módulo a módulo como una lluvia de meteoritos. Sin embargo, al cabo de las horas y cuando cada cual ha pillado su dosis, el módulo se convierte por arte de birlibirloque en un paraíso de la tranquilidad y el sosiego. Por eso, en muchas ocasiones hacemos la vista gorda y dejamos pasarla para descansar de una puta vez.
La verdad sea dicha, es que si bien los presos de toda la vida -los atracadores, los asesinos y los talegueros de pro- son los más claros en su manera de desenvolverse, cuando hay problemas son los más conflictivos para controlar. Por eso cualquiera de nosotros prefiere los módulos suaves, donde se encuentran los novatos, los que salen de permiso y los violadores, pedófilos y pederastas, internos que siempre tienen un comportamiento aceptable y que rara vez nos dan problemas.
Aunque hay que joderse. Todos tenemos hijos y tener que tragar con estos hijos de puta por muy buen comportamiento que tengan, te revuelve el estómago. Pero para eso nos pagan.