El destino de office se le complica más de lo esperado. Son tres las que se colocan detrás de un mostrador en el comedor; la de más antigüedad dirigiendo. Hasta allí les llegan a diario los carros con los grandes peroles de la cocina central. Los colocan sobre el mostrador en orden, desde el entrante hasta el postre, detrás de los cuales se colocan las chicas. Ordenan, destapan, se ponen el mandil, se calzan los guantes plásticos, y cuando se encuentran dispuestas a enfrentarse a la marabunta que a la espera empuja desde la puerta, un movimiento afirmativo de cabeza de la jefa de office da el pistoletazo para que la funcionaria abra.
Entran empujando, en fila, pero con ansias, no tanto de la comida en sí sino del sentarse y terminar con el trámite para seguir patieando o subir a descansar. La comida les trae sin cuidado. No es de mala calidad, es repetitiva; todos los lunes garibolos, los martes guiso, los viernes paella, y así, semana tras semana, mes tras mes. Únicamente con el cambio de estación, de las dos principales, invierno y verano, el menú varía; cambio de surtido pero con idéntica repetición semanal. De ahí que las chicas no entren con un frenesí hambriento sino de terminar con el procedimiento, de romper la monotonía del diario quehacer.
Cada cual se planta frente a las del destino con una petición especial: que me eches más caldo, menos garibolos, de la ensalada solo el tomate, no quiero plátano, dame la pera, y así, algunas pillan lo que desean, las otras no, y las compis de las del office, siempre. Un motivo más de movida que en ocasiones termina con un bandejazo en la cabeza de alguna, en otras con un par de tortas y algunos aruñones, y las menos, con la protestante y la provocada seguidas por dos funcionarias en dirección a aislamiento.