Mientras las mujeres entretenían su tiempo entre el gimnasio, sus hijos, y ahora, unos posibles escarceos a futuros, la decisión de permitir a Robustiano conocer de primera mano los intríngulis del negocio de la perica se estaba dilucidando en esos momentos.
Pero no se encontraba en España, nadie la conocía y los hombres, ya se había percatado de este hecho con anterioridad, entraban de una manera más directa y natural, sin amedrentarse y con una técnicas propias de prestidigitador, de malabarista de las palabras, ante lo cual era difícil sustraerse.
-Quí hubo, cómo les va, yo me llamo Miguel Eduardo. Aja, ¿y ustedes? –les soltó nada más llegar a su vera, a la de Paz.
-Hay, Paz, qué ilusa que sos. Todos los hombres son igualicos; solo piensan en meter esa vaina e ir cambiando de cuca en cuca, cuando no se dan cuenta que todas somos parecidas.
Pero Paz ya no atendía, ida de mente como se encontraba, remembrando sus primeras citas con Robustiano. Recordó el apartamento de soltero del Robus y su primera vez con él, la Vez.
Patricia se enderezó con expresión triunfante.
-Seis meses, mijita, seis meses hacemos el martes.
-Oiga, Paz, mire a ese vergajo, sí, el de allá, el buen mozo de la esquina, ese que no le quita el ojo. ¿Lo vio, mijita? –le comentó la colombiana señalando al otro lado del gimnasio con una mueca característica de labios.
Patricia y Paz disfrutaban esa mañana pedaleando en las bicicletas estáticas del gimnasio. Ambas se habían embutido en unas mallas de colores que moldeaban sus cuerpos de una manera sugerente.
-Tío, ya he aprendido lo que necesitaba para llevar los negocietes que montaré cuando regrese a España. Ahora quiero que me muestres el rollo de la coca, de cómo se produce, se trata y se procesa.
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