Pero anterior a estas desavenencias, ya habían aparecido fulgurantes unos cuantos grandes capos que de igual manera se apagaron en un ocaso de sangre y detenciones. Ese fue el caso de Carlos Lehder, primero de los grandes y aficionado a los culitos imberbes, que terminó con sus huesos en los penales gringos.
Entretanto Laura seguía con su vida estudiantil y de pasiones juveniles. Sin embargo, la creciente riqueza que acumulaban su hermano Carlos José y Miguel, su amante de momentos furtivos, influyó en la joven para dar comienzo a sus primeros pinitos empresariales. Recogía dineros calientes de clientes de ciudades distantes sin preguntar de donde y para qué.
Todas estas influencias, buenas, menos buenas y tremendas, irían forjando el carácter de la niña. A la vez que ella crecía en estos ambientes, sus hermanos tomaban sus rumbos para siempre. El mayor, Raúl, estudiante de filosofía en la Universidad de Antioquia, se alistó en las filas del grupo guerrillero M-19 de la mano de Jaime Batemán Cayón.
Laura
Era colombiana. De Medellín. A esta sazón ya había rebasado la treintena y por segunda vez en su vida embarazó.
Dos meses más tarde, mí querida romaní, y esta vez en un curso de la ESO, se catapultó sobre el rubio del módulo 10, un ratero vividor y yonkie de apellido.
Ella era una agraciada gitana veinteañera reincidente desde muy temprana edad. Entraba y salía de los centros penitenciarios con la habitualidad de la profesión inoculada en vena.
Seguí mi camino en dirección al módulo de mujeres. No desaprovechaba la oportunidad de acercarme a llevar libros o periódicos.
Ese mediodia llegué al módulo con los libros solicitados por algunos compañeros. Ellos no podían salir, salvo a actividades concertadas como estudios, gimnasio o cine.
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